Cuando los Aesir supieron del nacimiento de Jörmungander, la gigantesca
serpiente hija de Loki y la gigante Angrboda, Odín la lanzó al mar que
rodea Midgar. En la profundidad de su dominio Jörmungander creció tanto
que, mordiéndose la cola, podía abrazar toda la tierra. Sus espirales
se extendían hasta donde la vista podía alcanzar y su horrible cabeza de
dragón y su interminable cuello sobresalían por encima de la tierra y
las montañas, como un pilar escamoso coronado por el semblante mismo de
la muerte.
Aquí permaneció hasta el Ragnarök, el día de la última batalla, cuando
Jörmungander se arrastró fuera del océano y envenenó los cielos. Reptó
entre el fuego a los pies de los gigantes para enfrentarse al más
poderoso de los Aesir, Thor, dios del trueno.
La tierra tembló ante el incesante asalto del dragón sobre su
adversario y los cielos se iluminaron cuando Thor arrojó rayos ardientes
contra su enemigo.
Con un grito final de guerra, Thor hundió su martillo en la huesuda
cabeza del dragón con un golpe tan estrepitoso que pudo escucharse en
todo el mundo y la serpiente cayó sin vida al suelo.
Thor venció de este modo al enemigo más terrible de los Aesir sin embargo, Jörmungander venció al más poderoso de sus miembros puesto que, tras dar muerte al dragón, Thor caminó nueve pasos y cayó muerto a su lado, asfixiado por la fétida nube de veneno exhalada tras el último suspiro de la gran bestia.
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